Ideas religiosas de los tiempos prehistóricos
Ágapes, curacas, fábricas de amuletos y un retrato de Adán
Continuamos hoy dando algunas pinceladas acerca de este tema tan amplio y difuso. Hablaremos en particular de los pueblos prehistóricos, con algunas referencias a los pueblos primitivos contemporáneos.
Hay toda una escuela antropológica que niega ese primitivismo y se declara extasiada ante los altísimos grados de civilización y sabiduría que en él encuentra, los que niega a la cultura occidental (Levy Strauss et al.). Al escribir las presentes notas no desconocemos las objeciones que sus adeptos hacen a esta conceptualización. Adelantemos para mayor claridad que consideramos su “mirada” una profunda falsificación pseudo-científica en la que no faltan, obviamente, fragmentos de verdades, como tampoco faltan en el autor de un crimen que da su propia versión de los hechos. Razones de orden metodológico nos sugieren dejar este debate para después, siguiendo por ahora el desarrollo de los especialistas Cid y Riu en su “Historia de las Religiones” (las citas, salvo indicación expresa en contrario, pertenecen a esta obra, de Editorial Sopena, 1972).
Vimos en la nota anterior algunos puntos y necesarias generalizaciones –que aceptan numerosas precisiones y excepciones- como:
• La caracterización de:
• la Prehistoria como el período que se extiende desde el origen del hombre hasta la aparición de la escritura;
• de los primitivos pasados y contemporáneos (v.gr. algunas colectividades indígenas americanas) como pueblos ágrafos (sin escritura), “cuya evolución cultural no ha llegado al nivel alcanzado por los antiguos chinos y japoneses”;
• presentando similitudes con ciertos grupos prehistóricos, con la salvedad de que “una parte, por lo menos, de la humanidad prehistórica era de un carácter muy superior” (Cid y Riu, “Historia de las Religiones”).
• La creencia firme en “la vida después de la muerte” documentada por las sepulturas.
• La figuración de la vida en el más allá como análoga a la terrenal, aunque de carácter espectral (los fantasmas de las personas muertas, los objetos de su pertenencia, los animales, etc.).
• Las prácticas funerarias, no siempre derivadas de amor o respeto a los difuntos, sino también del miedo, incluyendo plegamientos violentos del moribundo o de su cadáver.
• La dulcificación de estas costumbres en nuestros aborígenes por la adopción gradual del Catolicismo.
Digamos algo del culto a los muertos y del culto a los antepasados. El primero se refiere a la persistencia espiritual de la persona que se ha conocido viva. El segundo a gentes que vivieron mucho antes, a quienes la tribu remonta su propio origen, envueltas en espesas capas de creencias mitológicas que van difuminando su personalidad natural convirtiéndolas en una especie de divinidades.
Hay que distinguir las honras funerarias, recuerdos y ofrendas de difuntos a quienes se evoca, de los ritos religiosos, que exigen la presencia de una divinidad y de un ritual de tipo litúrgico.
Han existido cuevas, como la de Chapelle-aux-Saints, no aptas para ser habitadas, en las que se practicaron presuntos “ágapes funerarios”. Al parecer tenían como objetivo intensificar la fuerza de los muertos en el otro mundo, renovando la alimentación dada en el momento de los funerales “ya que los muertos estaban invitados y tenían su participación en esta clase de banquetes”.
Sin duda el lector preferirá –y yo lo acompañaré con gusto- comer un asado con un buen vino, y dejar a los muertos tranquilos en el camposanto. Son las protecciones que nos prodiga nuestra cultura –tan vapuleada por ciertos “científicos”. Levy Strauss seguramente hubiera estado encantado de asistir a uno de esos “ágapes” en la caverna, con los muertos participando.
Para los autores, estas comidas fúnebres eran muy diferentes del sacrificio religioso. Obviamente, las diferentes comunidades no tenían por qué tener la misma religión. Mientras aquí se desarrollaban estas escenas podemos imaginar a un Abel, a un Set, adorando a Dios y ofreciéndole primicias de cervatillos o de los mejores frutos. La idea evolucionista de Morgan y Tylor de un pasaje necesario por las etapas de salvajismo, barbarie y civilización no está probada. En cambio sí está probada la existencia de almas y manos ejecutoras altamente refinadas, de delicado sentido artístico, en el Paleolítico.
Las cuevas en cuestión también parecen haber servido para elaborar objetos mágicos. Los australianos “descarnan y dispersan las osamentas para librarse de los espíritus, y conservan ciertos huesos, que pintan y decoran para convertirlos en amuletos”. Es posible que los auriñacienses de Grimaldi hicieran lo mismo y admitir “que la cueva fuera un lugar de fabricación de amuletos”.
Se hallaron sepulturas en Baviera que contenían hasta 27 cráneos. Análogas costumbres hallamos entre muchos primitivos, para quienes el cráneo es objeto de culto a los muertos. “Los fang africanos conservan las cabezas de sus antepasados en cajas que participan de ciertas ceremonias, y estas calaveras se consideran depositarias de la fuerza acumulada en la tribu durante generaciones”. Dada la admiración irrestricta y desafiante de ciertos etnólogos por este tipo de costumbres, no es aventurado sospechar que les gustaría imitarlas. Como lo hacen hoy en día sectas satanistas que profanan cementerios en Europa. A estas cosas no se llega de golpe. Hay una larga preparación, de décadas o aún siglos...
Comentan Cid y Riu que es constante la creencia, conservada por muchos primitivos y por las supersticiones populares, “de que la separación de la cabeza es uno de los medios más seguros de defenderse del poder de los muertos y de sus espectros”.
Nos acordamos de una anécdota que nos contara en la Hacienda de los Marqueses de Cayara, tomando singani junto al hogar encendido, en esa fría noche de febrero, su dueño, entonces Director de la Casa de la Moneda de Potosí. Bella hacienda, dicho sea de paso, con su colección de cuadros y muebles, la “cuja de la Marquesa” (cedida como gentileza especial a algunos amigos), la capilla simple con toques barrocos, el árbol de cedrón (tan difícil de crecer como tal), el parque, los cerros, las vacas Holando que producían leche en abundancia, ávidamente requerida por los mineros potosinos para lavarse del polvillo de los socavones. Era un remanso de civilización en un medio inhóspito, donde el hacendado mantenía entrañables relaciones con sus colonos, con quienes hablaba familiarmente en quechua, haciendo honor, para todos, a la divisa de la entrada:
“bajo este techo, la nobleza anida
y al reposo y al bien dulce convida”.
La anécdota la había protagonizado un curaca (cacique) cuya mujer había muerto por causas naturales. Siguiendo costumbres ancestrales, le había cortado la cabeza para llevarla a enterrar en algún lugar especial. Fue visto en esta acción, y se creyó que él la había matado. Se lo procesó y pasó por muchas vicisitudes hasta que los jueces, debidamente documentados de esta costumbre –para lo cual fue importante el testimonio del Señor de Cayara-, terminaron por absolverlo.
Volviendo a la prehistoria europea, en el período aziliense (de decadencia del paleolítico), no es segura la posibilidad de que hubiera culto a los antepasados míticos.
“La muerte plantea al hombre prehistórico y primitivo, abandonado a sí mismo en medio de una naturaleza misteriosa y con frecuencia sobrecogedora y hostil, una serie de preguntas angustiosas...”. Ya se las plantearan con mayor o menor claridad, por cierto eran motivo de honda preocupación.
En la medida en que esta haya sido la realidad, sin duda estaba necesitando la civilización (idea que deriva de “civis”, ciudad) e ideas religiosas claras y verdaderas que, de acuerdo a la tradición bíblica, nunca faltaron.
El medio de expresión por excelencia para volcar en las paredes rocosas las imágenes que atesoraban en sus mentes fueron las pinturas. “Sin el Arte, las ideas religiosas habrían carecido de una apariencia brillante, grandiosa, conmovedora a veces, y de un medio imprescindible de acoger, enseñar y dirigir a los fieles”.
Así, las cavernas no fueron sólo testigos de oscuras ceremonias sino, “salvando todas las distancias, son las precursoras de los templos históricos ricamente decorados”.
Sería errado imaginar la humanidad paleolítica como la presentan los dibujos animados, peor aún como los “homínidos” que afean los manuales de Historia. Pues tales seres de existencia nunca demostrada jamás habrían podido pintar las “capillas sixtinas” de Altamira o de Lascaux, ni tallar el hueso de Lorthet, ni hacerle dar a esas renas un paso de señora de alta sociedad.
Siempre el historiador debe procurar reconstruir la dimensión histórica recurriendo a su capacidad de imaginarla (Collingwood). A falta de documentos, es legítimo alimentar la imaginación con descripciones que no desentonen de aquellos artísticos testimonios. Una versión verosímil, aunque no propiamente científica, son las ricas visiones de Anna Katharina Emmerich. En una de ellas pinta a Adán y su familia, que en ese momento eran doce, con sus hijos, vestidos con pieles blancas finamente trabajadas: “en esta vestimenta, se los veía muy bellos y nobles (*)” (“Die Geheimnisse des Alten Bundes”, ed. Paul Pattloch, Viena, 3ª ed., 1978).
* * *
¿Vamos a recorrer una de estas cavernas? Habrá que herrar las mulas, buscar los ensillados, cargar buenas linternas y llenar las alforjas de bastimentos. Hagamos arqueología, pero que sea “a la criolla”. Los que quieran comer escarabajos u otros menus ecológicos, allá ellos, son dueños. Yo le propongo, amigo, que sigamos las sanas costumbres argentinas, y aprovechemos –como esos felices gauchos que describe, un tanto amargo, Concolorcorvo- lo que Tata Dios nos prodigó cuando vinieron las primeras tropillas, traídas por los pioneros españoles que fundaron la Argentina, ayudados por los naturales -a veces por grado y otras por fuerza. Pero sin duda aprovechando muy bien aquellos caballos y vacunos que se multiplicaron como por milagro.
Hasta la próxima!
Luis María Mesquita Errea
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(*) “Sie sahen in der Kleidung sehr schön und edel aus”.
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