LUCES DORADAS del TUCUMAN

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domingo, mayo 22, 2005

El poblamiento remoto del continente americano –
Un banco de niebla con algunos haces luminosos

Por Luis María Mesquita Errea

Sin duda fue una jornada histórica cuando algún grupo humano, quizás movido por la curiosidad, la necesidad alimentaria o el peligro, decidió trasponer el estrecho de Bering y pasar del continente asiático al más variado de la tierra: América. ¿Cómo sería el nombre del audaz caudillo que, sin saberlo, estaba abriendo “puertas a la tierra”? ¿Quiénes serían sus acompañantes? ¿Cómo estarían organizados socialmente? ¿Qué creencias llevaban consigo? ¿Ecos incompletos y deformados por el paso del tiempo de la religión revelada, antes de la dispersión de los pueblos de que habla la tradición bíblica?
Esta hipótesis, que puede parecer audaz, no lo es tanto. Pues parece ser mayoritario el criterio de que la humanidad proviene de una sola fuente. Y en las religiones precolombinas se encontraron numerosos elementos de afinidad con la tradición bíblica-católica.
Se supone que esta migración, que abrió la puerta a las que la seguirían, ocurrió tal vez 10, 12 ó 15 mil años atrás,.
Las teorías se contraponen unas a otras en discusiones científicas que podemos imaginar como las que describió Julio Verne en su “Vuelta al mundo en 80 días”. Aunque hoy pocos hombres tienen la elegancia, la compostura y la personalidad del tipo humano que representaba con gracia David Niven.
Una de ellas propone la existencia de tres grandes migraciones en el origen de los amerindios. La primera habría ocurrido unos 12.000 años atrás, dando origen a las poblaciones que nos interesan más: las de Centro y Sudamérica, que incluiría a muchas tribus norteamericanas. El ancestro común de las tres se encontraría en poblaciones mongoloides antiquísimas –“uralt” dirían los alemanes, en su rica terminología.
Pero es como si la prehistoria tuviese un travieso genio del mal. Pues en los famosos restos fósiles de Lagoa Santa, Brasil –que dicho sea de paso evidencian un primitivismo cultural “medonho” (que da “miedo”)- presentan rasgos afines a los de pueblos australianos. Es más, adelantemos que los primeros amerindios tenían rasgos mongoloides leves y hasta casi inexistentes.

Cazadores y recolectores: paleoamerindios
Hay evidencias de presencia humana en las altas regiones andinas. Desde tiempos inmemoriales, esta zona demostró ser un imán, por las razones que sean –religiosas, defensivas, estéticas, de subsistencia... . Ejemplo son los hallazgos de la gruta de Lauricocha. Pertenecen a un primer grupo de recolectores y cazadores que constituyeron una “cuna antigua”. No sorprende que su cultura material fuese pobre y que viviesen en comunidades aisladas.
Derivados, como éstos, de las primeras poblaciones americanas –paleoamerindias, aunque suene a etiqueta de museo de ciencias naturales más que a un conjunto de seres humanos- encontramos varios grupos que van desde el Chaco hasta el Río Negro, en el altiplano boliviano y en el norte andino de Argentina.
Otros miembros de la familia son los yámanas y alacalufes fueguinos, y, en un clima y hábitat diametralmente opuesto, grupos de recolectores amazónicos.
Otro conjunto emparentado: los cazadores del gran Chaco, la pampa, la Patagonia-Tierra del Fuego, del tipo de los actuales matacos y de los aimaras andinos.
Todos estos parientes lejanos muestran semejanzas en su modo de vida y en su actividad económica “de naturaleza apropiadora”. En nuestro país, algunas de estas comunidades llegaban al manejo rudimentario de cultivos. Tenían culto a los muertos y concepciones religiosas y artísticas variadas. Algunas de ellas son: la macabra sepultura aérea en las ramas de un árbol, a la que seguirá el posterior entierro (vilelas, pilagás y otros del Chaco), los osarios familiares en la propia vivienda de los guaycurúes, o los “paquetes funerarios” de charrúas y pampas. Más parecidos a nuestras tumbas son los chenques patagónicos: “cerros sepulcrales” del tamaño de un hombre, cubierto de piedras.
Obviamente, “Harrod’s” ni “Gath & Chaves” ni James Smart existían por aquellos tiempos. Ni siquiera la tienda “La Tucumanesa”, de Chilecito. De modo que los pueblos recurrían a medios de diferenciarse muy poco ortodoxos, probablemente vinculados a prácticas religiosas que impregnaban la vida diaria: la deformación craneana, que requería un “aparato deformante” de vendas, tiras y tablillas, por ejemplo “cunas” o tablas contra las cuales se sujetaba la cabeza del niño atada con correas, con diversos grados de intensidad. La zona andina fue de irradiación de esta práctica (como se ve en los restos de la gruta de Lauricocha), que en ciertos casos parece destinada a facilitar los desplazamientos de aquellas enigmáticas comunidades nómades, migrantes, caminantes. A tal punto que América fue llamada “tierra clásica de las deformaciones”, clasicismo éste que seguramente no despierta las gratas sensaciones que evoca la “Grecia clásica”. Pero la historia es como las crecientes, arrastra de todo, lo que nos gusta y lo que no, pero todo debe ser reconocido como es. Y el encuentro con la verdad siempre es saludable. Más aún si nos acerca a la Verdad con mayúscula, eterna e infinita, pues sólo Ella nos hará libres...
El amigo lector no se sorprenderá en absoluto de saber que el origen y diferenciación de los paleoamerindios es “un problema no resuelto”. Estos dolorosos enigmas tienen su lado bueno. El de recordarnos nuestra pequeñez ante los inmensos fenómenos de la Historia, y esa otra verdad puede despertar en nosotros esa capacidad de asombro que, para Jaspers, es uno de los motores de la reflexión filosófica, principio de sabiduría. Para ello también nos viene bien habernos ubicado en los divisaderos de que hablamos el otro día, contemplando grandes panoramas.

La desaparición de los paleoamerindios – Irrupción de los neoeamerindios – Grandes adelantos y sensibles diferencias
Este desarrollo de aquellas poblaciones carentes y primitivas (lo digo con un poco de recelo, pues hablar de “primitivos” no está de moda), se vio fuertemente sacudido por un fenómeno que condujo a su “desaparición”:
“la llegada de hombres portadores de una cultura de cazadores especializados fue acaso la causa principal de la desaparición de las antiguas poblaciones”. Los recién venidos fueron infiltrando lentamente sus mejores territorios. Cuando se sintieron fuertes, “expulsaron por la fuerza a los primeros habitantes” (*).
Así, se admite la existencia de una primera migración, la de los paleoamerindios, seguida de otra, que aportó caracteres mongoloides: los neoamerindios.
Según las investigadoras Salcedo y Méndez, los invasores eran portadores de una cultura neolítica. Contaban con arco, tejido y cerámica. (...) “invaden la América del Sur y sumergen a las antiguas poblaciones de recolectores y cazadores o se mezclan con ellos”. Atropello de proporciones que no hemos visto evocado ni denunciado por algunos grupos que aspiran –parece- a “moralizar” retrospectivamente el proceso histórico americano, aunque selectivamente, sólo cuando el acusado es el hombre blanco.
Antes de proseguir, registremos “en passant” que esta caracterización de portadores de cultura neolítica debe ser tomada con algunas reservas. Ya que no aportaron elementos esenciales de la “revolución” neolítica del Viejo Mundo como la rueda, el transporte en carro y el arado metálico, tirados por bueyes o por caballos, los animales domesticados para su explotación ganadera de equivalente prolificidad, variedad y utilidad, el alfabeto y la escritura en un grado de desarrollo y difusión apto para llevar la contabilidad y administrar sociedades complejas en ocasión de los grandes cambios del Neolítico.
Diferencia altamente sensible que llevó a ciertos autores a estimar el atraso de las poblaciones amerindias en más de 3.000 años con respecto a la Europa del siglo XVI, que trajo estos y otros adelantos invalorables.
Así, la segunda ola de migrantes los conduce a las regiones de los grandes ríos y sus afluentes –Amazonas, Paraguay, Paraná-, donde viven aún sus descendientes. Y de allí pasarán luego a poblar los Andes. Curiosamente, en estas inhóspitas zonas montañosas, menos aptas en principio para la existencia, las culturas avanzan más que en las regiones tropicales bajas, “habitadas por tribus aisladas, limitadas al estado de la recolección, la caza o la pequeña agricultura itinerante”.
Cabe admirar las inmensas avenidas acuáticas que surcan este variadísimo continente por las que se internaron y caminaron eternas jornadas estos pueblos dotados de energías renovadas, pasando por penalidades y pruebas innumerables, y alegrándose y quizás dando gracias a Dios al contemplar las cataratas del Iguazú, las selvas amazónicas o el mundo insular y fragante del Paraná.
Y por ellas remontarse en dirección a la región andina, llegando a menos de 100 km de la costa del Pacífico, topando con la cordillera, que también hizo el papel de corredor de pueblos, y no sólo de pueblos: por él llegó el elegante guanaco desde su cuna patagónica hasta la zona boreal peruana.
Aparecen en este marco comunidades aldeanas agroalfareras en las tierras altas andinas. Estamos ya en tiempos un poco menos nebulosos, a mediados del primer milenio a.C. En la zona andina, en el territorio argentino, se asientan y desarrollan peculiaridades regionales estilísticas y tecnológicas. Sus rasgos físicos presentan –a diferencia de los paleoamerindios- un acusado perfil mongoloide. Protagonizan vastas migraciones y presentan así variaciones locales según el ámbito natural y los cruzamientos con poblaciones anteriores.
Con ellos llega a su apogeo la práctica deformadora de cráneos.
Su irrupción marca la nueva época de los neoamerindios que se imponen y superponen a los paleoamerindios. Transforman la vida en los Andes con sus cultivos intensivos en andenes en los faldeos montañosos y sus eficaces sistemas de riego y desarrolladas técnicas textiles, alfareras y de orfebrería y metalurgia en oro, plata, cobre y bronce.
Fundan sociedades jerarquizadas y complejas, constituyen confederaciones poderosas: el imperio inca será su última manifestación. También las prácticas religiosas se hacen complejas.
Estas altas culturas andinas influyen en nuestro Noroeste, que en cierto momento será conquistado por los incas, tema que abordaremos más adelante. En este marco cultural corresponde situar las largas ceremonias fúnebres -de varios días- de los diaguita-calchaquíes, que luego quemaban la vivienda del muerto para impedir su regreso (obsesivo terror de los aborígenes a los muertos que se reducirá drásticamente en el contacto con el cristiano). Las grutas funerarias de la puna, en que los muertos son enterrados vistiendo sus mejores ropas también entran en el horizonte que estamos analizando.
Mención aparte merecen los tupí-guaraníes del Nordeste, que también creían en la vida ultraterrena, pero aquí nos encontramos con la terrible antropofagia ritual, que aún hoy practican pueblos selváticos como los jíbaros en sus cacerías de cabezas.
En suma, contingentes de hombres con más tecnología, con economía productora, sedentarios, que iniciaron la construcción de aldeas se instalaron sobre todo en las zonas andinas.
Tenemos así un primer bosquejo de ese pasado que pesa sobre nuestros hombros como una densa mole nebulosa. Tal vez hemos logrado cavar en ella algunos pasadizos de luz. Otro día intentaremos ensancharlos y desde ya convocamos para la tarea a nuestro amigo lector.

La Rioja, mayo de 2005.
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Tomamos como base de estas notas el trabajo de Susana A. Salceda y Marta G. Méndez, Doctoras en Ciencias Naturales, “La Biodiversidad Amerindia”,in Nueva Historia de la Nación Argentina, ed. 1999, t. I,, pp. 65 y ss.

N.R: Publicado originalmente en el Boletín "Etimologías", correspondiente a la segunda quincena de Mayo de 2005