LUCES DORADAS del TUCUMAN

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jueves, mayo 21, 2015

Evangelizadores y civilizadores en Argentina - II




16 -   Cacique Paykin
El Gran Chaco o Chaco Gualamba fue durante siglos teatro de enfrentamientos entre los blancos cristianos y los bravíos naturales. Para los conquistadores del Río de la Plata, el Chaco era la barrera a atravesar para llegar a las famosas sierras de plata. Para los habitantes de las ciudades y términos que confinaban con él, una fuente de zozobra y amenaza. Para los indígenas, era el “chaco” su “lugar de caza” [etimología], su impenetrable escondite y volcán invasor en permanente erupción.
La ciudad de Concepción del Bermejo no logra subsistir y es desamparada. Para la gran faja de ciudades y territorios desde Córdoba hasta Salta, “la lucha se entabla sin cuartel y cuando en el siglo XVII el indio entra en posesión del caballo, los ataques se hacen permanentes. Las ciudades sufren saqueos periódicos” y terribles matanzas, como la de 300 salteños en 1734.  Por eso no podía decirse vecino de esta ciudad quien no hubiese participado al menos de tres entradas al Chaco; ya que ella debió hacer frente a su “duro destino” de ser “el principal baluarte de la conquista del Gran Chaco” (Miguel A. Solá, “Salta“, p. 35).
Para pacificar y proteger las ciudades y poblados se instalan los fortines de Pongo, San Bernardo, Esteco, Ledesma y Balbuena entre 1665 y 1711, “pero también se intensifica en la frontera la acción misional de los jesuitas en forma persuasiva, merced al Evangelio y a un heroico esfuerzo personal, (que) cambian el sentido de la lucha” (Lic. Helga Goicoechea, Chaco, “Las paces de Mato-rras con Paikín”).
Se establecen misiones jesuíticas como San Esteban de Miraflores de lules, que indica su objetivo misional, y también de tobas, omoampas, isistinés y toquistiinés, Macapillo de pasaines, San José de Petacas de vilelas, …de abipones, …de mocobíes.
“Con el establecimiento de las reducciones cesaron los malones y Salta, San Miguel, Santiago del Estero, Santa Fe y Corrientes pudieron vivir sin zozobras” (Goicoechea). Las distintas etnias cesaban sus ataques e impedían que otras los perpetraran. Pero “la expulsión de los jesuitas en 1767 dio por tierra la tranquilidad de las ciudades y en pocos años los indios abandonaron sus misiones. El peligro de los ataques sorpresivos volvió a tomar cuerpo y se vio la necesidad de replantear el viejo problema del Chaco”.
El español Jeronimo Ma-torras (* 1720) retoma el problema del Chaco.  Luego de avecindarse sólidamente en Buenos Aires, y de desempeñarse como Alférez Real y Alcalde, gestiona en España el gobierno del Tucumán, que obtiene en 1767, con el compromiso de hacer un aporte a las cajas reales y de pacificar el Chaco. Trae una imagen de San Martín de Tours para el Cabildo bonaerense y un cuadro de la Divina Pastora destinado al Chaco, que hoy se venera en la catedral de Buenos Aires…
Vencida con apoyo del Virrey del Perú la oposición del Gobernador de Buenos Aires, el iluminista Bucarelli, y del tucumanense saliente, Campero, recorre las misiones del Salado con el Canónigo Suárez de Cantillana y madura su proyecto.
Había intermitentes guerras entre indígenas por los robos de caballos, especialmente entre los abipones (de las misiones de san Jerónimo y San Fernando), y los tobas y mocobíes, aliados bajo el mando del famoso cacique mocobí Paykín.
A los 60 años, era “de bizarra presencia y aspecto severo”, que recordaba la arrogante presencia del valiente gobernador don Pedro de Cevallos.
Se presentó al Gobernador del Tucumán como jefe de 7 naciones, representadas por sus caciques: “como muchos indios chaqueños, no veía ya en el blanco al enemigo que había que destruir”; “conocían el valor de los pactos y de la palabra empeñada, que facilitaban la convivencia con considerables ventajas para ambas partes” (Goicoechea).
Jerónimo de Mato-rras preparó cuidadosamente su importante expedición, llevando a Francisco Gabino Arias como maestre de campo y al canónigo Suárez de Cantillana como esforzado capellán y misionero, quien cumplió hasta su muerte una sacrificada obra evangelizadora, más otros misioneros como el Padre Argañaraz y Fray Lapa.
Partió de Salta en 1774.
Al llegar a la región de tobas y mocobíes mandó avisar a Paykín que venía a visitarlo trayéndole muchos regalos. Paikín se hallaba en Corrientes por lo que el gobernador español lo esperó acampando en el paraje La Cangayé. Nombró a San Bernardo patrono de los países del Chaco y preparó el recibimiento del “primer caporal” bajo un gran algarrobo en el que formó un dosel, y cubrió varias petacas con ponchos como asientos.
Una gran polvareda anunció la llegada del gran jefe. Venía montado “en un bizarro caballo tordillo, con estoque envainado de más de una vara de largo, con bastante comitiva de indios” (crónica).
Después de abrazarse con el Gobernador conversaron a través de un intérprete. El gobernador lo agasajó con mate, dulce de guindas y frutas secas, regalándole un traje que el cacique vistió de inmediato. Le expuso las ventajas que le reportaría quedar al amparo del Rey de España, obsequiándole en nombre de S. M. Católica un bastón con empuñadura de oro, de quien debía ser fiel súbdito.
Paykín y su gente permanecieron en el campamento varios días y “se instruyó a los indios en los principales misterios de la fe cristiana”. Se le unieron varios caciques mocovíes y tobas, que fueron obsequiados con elegante vestuario, frenos, espuelas y otros avíos, por la generosidad de Don Jerónimo. El 22 de julio de 1774 se cantó un solemne Te Deum; una semana después, el 29, se firmaron las paces con toda solemnidad. Acompañaban a Paykín los caciques mocobíes Lachirikín, Coglocolkín, Alegoikín y Quiagarí, y los tobas Quiyquiyrí y Quetaido en nombre de más de 7000 indios. Este último llevaría más adelante el bastón de Paykín, luego de la muerte del Gran Cacique.
Los once artículos de la paz están transcriptos en el Diario de Mato-rras. Aseguraban los fértiles campos de los indígenas con sus ríos, aguadas y arboledas. Que nunca serían esclavos ni encomendados. Que se les dotaría de curas doctrineros lenguaraces y maestros.  Que se les proveería de crías de ganado mayor y menor, herramientas y semillas. Que además de lo obsequiado (ropas, animales) esperaban los indígenas con su trabajo y progreso poder adquirirlos por su cuenta. Que el Gobernador favorecería las paces de los aborígenes con el Cacique Benavides, de Santiago del Estero, y la reparación de daños. Que en tales condiciones “se entregaban gustosos por vasallos del Católico Rey…de España y de las Indias, prometiendo observar sus leyes y mandatos”, como también  los edictos de los gobernadores de Buenos Aires, Paraguay y Tucumán, esperando el cumplimiento por parte de éstos de todas las leyes establecidas a favor de los naturales. Que en caso de agravios de los españoles u otros indios los representarían por sus Protectores en justicia, sin hacer guerra ofensiva ni defensiva. Que en el futuro, una vez que dieran prueba de su buena amistad, esperaban que se le proveyera de armamento.
“Después de ser instruidos…en estas paces que vieron firmar, se solemnizaron con repetidas vivas y se entregó al cacique Paykín el testimonio de ellas”.
Cumplidas las paces, Don Jerónimo inició el regreso al fuerte del Río del Valle, de Salta, repartiendo entre los caciques mulas, caballos y reses en número de 400.
El encuentro de Mato-rras y Paykín fue inmortalizado en el primer cuadro histórico pintado en el país, en Salta, obra de Tomás Cabrera (1775).
El Rey aprobó las paces por Real Cédula e hizo al Virrey de Buenos Aires responsable de su cumplimiento.
Se inauguró una nueva época en la relación entre españoles, criollos e indígenas del Chaco, mejorando notablemente sus vínculos en este final de los tiempos virreinales. La Independencia abriría nuevas instancias…

(Ver: Lic. Helga Goicoechea, Chaco, “Las paces de Mato-rras con Paikín”, ediciones universitarias, Chaco;  Miguel A. Solá, “Salta“, p. 35; Prudencio Bustos Argañaraz, “Historia Argentina”).

17 – P. Alonso de Barzana
“Fue el más ilustre misionero de 




la Compañía de Jesús que recorrió nuestras Indias en el siglo XVI. ‘Sólo el padre Alonso de Barzana –refiere una Crónica anónima de 1600- bautizó en esta provincia del Tucumán, más de veinte mil personas, habiéndolas él catequizado primero por muchos días’” (C. Bruno, “Apóstoles de la evangelización en la Cuenca del Plata”).
Nació en Cañete, España, cerca de 1530. Sacerdote jesuita, graduado de maestro en teología, pasó al Perú en la armada del Virrey Francisco de Toledo (1569). Llevó vida de misionero andante, merced a su dominio del quichua y el aimará, precioso conocimiento que le valió también para ser nombrado titular de la cátedra de quichua creada por el Virrey Toledo en Lima.
En la segunda reunión general de la Compañía de Jesús, en la misma “Ciudad de los Reyes”, fue destinado al Tucumán, junto con el P. Francisco de Angulo y el Hno. Villegas, atendiendo al pedido del Obispo Victoria de que le fueran enviados misioneros jesuitas.
Luego de pasar por Salta, confesando y atendiendo a los necesitados pobladores hispanos “en los intervalos que los misioneros dejaban de atender a los indios”, y por Esteco, atendiendo a unos por la mañana y a otros por la tarde, siendo seguidos por todos “de sol a sol”,  llegaron a Santiago del Estero a fines de 1585, continuando su apostolado con españoles, criollos e indígenas en ciudades, estancias y poblados. Desde Santiago escribió el P. Barzana, tres años después, que llevaba bautizados diez mil naturales y casado a ‘una muchedumbre innumerable’ de parejas aborígenes: “pasando los años duplicó holgadamente esas cifras”.
Queriendo el Gobernador Ramírez de Velasco pacificar y evangelizar a los Diaguitas de los Valles Calchaquíes, llevó al Padre Barzana como capellán y misionero en su entrada a los valles, apuntando a la conversión de “cincuenta mil almas”, cumpliendo un rol muy importante  que, además, quedaría plasmado en su gramática de la lengua cacana, tesoro lingüístico hoy perdido...  Justamente fue la increíble variedad de lenguas habladas en el Tucumán una de las mayores dificultades, que llevaron a algunos misioneros jesuitas –venidos desde el Brasil- a regresar a la región del Paraguay y Brasil, donde infinidad de pueblos hablaban el guaraní.
Recorrió todo el Tucumán incluida Córdoba, estuvo en Potosí, Asunción, Concepción del Bermejo, Matará y otros puntos, siempre evangelizando.
La mejor semblanza del padre Barzana pertenece a su compañero de misión, en Matará, el padre Pedro de Añasco (carta del 10 de enero de 1592, dirigida al provincial, Padre Juan de Atienza):
"Aunque no vi al bienaventurado padre [San Francisco] Javier en la India Oriental, veo al padre Alonso de Barzana, viejo (…), con suma pobreza (…) y profundísima humildad (…), haciéndose indio viejo con el indio viejo (…), sentándose por esos suelos para ganarlos para el Señor, y con los caciques, indios particulares, muchachos y niños, con tantas ansias de traellos a Dios, que parece le revienta el corazón, y desde la mañana a la noche no pierde un momento ocioso" (C. Bruno, Historia de la Iglesia en la Argentina, t.I).
Certifica la profundidad de su apostolado el testimonio del jesuita, P. Hernando Monroy, misionero entre los lules, admirado de hallar, 17 años después, indios privados de los sacramentos que conservaban su inocencia bautismal, que llevaban sus rosarios al cuello, y el hecho de que muchas indias guardaran “castidad con tanta fortaleza que ni ruegos ni amenazas ni dádivas las podían contrastar”.
“Además de la eminente virtud y celo inagotable del padre Barzana, hay que ponderar las muchas lenguas que dominó: (…) llegó a hablar corridamente hasta trece idiomas -algunos de ellos, muy recónditos y raros-, y a escribir artes y vocabularios de varios de ellos”.
Entre las lenguas indígenas que dominó e investigó, se encuentran: la cacana de Santiago del Estero y la de calchaquíes, que eran bien diferentes; el quichua, el aimara, “la puquina, que es muy dificultosa”, la tonocoté, la lule, la sanavirona. “Y, al cabo de su vejez, aprendió la lengua guaraní" (C. Bruno, “Apóstoles de la Evangelización en la Cuenca del Plata”).




En la Asunción
El ambiente misional en que desempeñaba su labor el Padre Alonso de Barzana junto a su Superior, el P. Romero, es pintado por el P. Techo en su célebre Historia:
“El ministerio de la predicación no apartaba al P. Romero [n.: Superior de la misión] de la enseñanza de los muchachos, á la que era tan sumamente inclinado y para la que tenía tal aptitud, que nunca quiso que le reemplazara en esta ocupación el P. Bárcena, con ser varón insigne por sus méritos y el Apóstol del Perú y del Tucumán.
“Solía decir que, bien considerada, la juzgaba de tanta utilidad, que si tornara á ser joven se dedicaría á ella con todas sus fuerzas más que á predicar, siquiera fuese ante auditorio numeroso y escogido. Pero en lo que más empeño ponía, era en proteger á los indios. Al mismo tiempo, estudiaba con ardor el idioma guaraní; aconteció que habiendo salido el P. Bárcena de la capital á los pueblos cercanos por breves días, lo oyó predicar en dicha lengua, y fué tal su gozo que sin poderse contener le besó los pies.
“Nobles, plebeyos, ancianos, mujeres, indios, negros y españoles, reconocían unánimemente que, después de la llegada de los Padres de la Compañía, había cambiado por completo el aspecto de la sociedad” (libro II, cap. III).
Sintetizando sus hechos dice el mismo historiador, en el cap. XI de su Historia de la Provincia del Paraguay de la Compañía de Jesús que: después de consagrar su vida a evangelizar los más variados pueblos del Perú, Tucumán y Paraguay, solicitado, regresó a Lima “por respeto al Superior más que por amor al reposo”. En el camino de vuelta,  “alegró con su presencia á la ciudad de la Concepción, que había sufrido un largo asedio por los bárbaros”. Su acción apostólica “proporcionó grandes bienes á todas las clases sociales”. “Destinado al Paraguay y Tucumán… más de una vez se mantuvo sin otro alimento que el Cuerpo de Cristo”. Que “Dios lo salvó con frecuencia de inminentes peligros. En varias ocasiones anunció lo venidero y descubrió los ocultos pensamientos de algunas personas…”
“Fué muy familiar de Dios y de la Virgen. Recordaba á menudo con ternura las cosas del Niño Jesús; tenía una imagen de éste á la cabecera del lecho en su última enfermedad, y como suplicase al que le asistía que se la diese y éste no lo oyese, el mismo Jesús descendió, y llamándole cariñosamente anciano, le dijo: «¡No te fatigues; aquí estoy yo contigo!» Murió el día del Dulce nombre de Jesús, 17 del mes de Enero, á los setenta años de edad, aquel varón memorable por sus heróicas y cristianas virtudes”. En Lima, en el Año del Señor de 1598.

(Ver: C. Bruno, “Historia de la Iglesia en Argentina”; “Apóstoles de la evangelización en la Cuenca del Plata”; Techo, Nicolás del, “Historia de la Prov. del Paraguay de la Compañía de Jesús”; Nardo, Rafael, “El Kakán…”).


18 – Obispo Fray Melchor Maldonado de Saavedra
Quinto Obispo del Tucumán, perteneció a la Orden de los Ermitaños de San Agustín. Nombrado por el Rey de España, Felipe IV de Austria,  y provisto por Urbano VIII, llegó a estas tierras norteñas a mediados de 1634. Gobernó la diócesis durante veintisiete años.
Su carácter recio le granjeó malentendidos y maledicencias que contrastaron con su austero vivir de obispo apostólico y servicial.
Estuvo casi en visita permanente de su inmensa Diócesis de 700.000 km2, “trajinando por montes y llanuras”.
A diez años de labor pastoral le escribía al Papa: “De ordinario ando discurriendo todo mi obispado, que tiene de longitud casi cuatrocientas leguas, y en redondo más de setecientas”. En enero de 1645 escribía a la Audiencia, desde el valle de Paquilingasta, que no había “rincón que no visité”.
Un rasgo de fray Melchor era su generosidad. Los vecinos de San Juan Bautista de la Ribera de Londres lo vieron llegar nada menos que con 17 carretas, “cargadas de bastimentos, maíz, trigo, harina, vino y todo género de dietas y medicinas: trujo carnes, pescado y legumbres,…más de ciento y cuarenta bueyes (toros) y ganado vacuno para comer”; 130 mulas y caballos y más de un centenar  de personas con escolta de caballos, lanzas y arcabuceros, a su costa.
Socorría a los pobres con limosnas, encaraba muchos trabajos y dormía vestido, sobre una tabla.
Recorría “reducciones, ranchos y cuevas de los indios viejos, miserables, pobres e impedidos”, y a la sufrida población de Londres (refundada dificultosamente luego de la destrucción de la anterior Londres por las huestes del Cacique Chalimín) llegó con oportunos socorros y víveres en ocasión en que “así indios como españoles estábamos pereciendo de hambre”.
Intentó pacificar a los indios rebelados, hablándoles siempre como padre, con amor y severidad, “prometiéndoles el perdón y amenazándoles con el castigo si perseveraban en su rebeldía”, ofreciendo ellos finalmente la paz.
Al llegar a La Rioja, en 1645, llevaba “peregrinado cuatro meses y seis días, sin meter la cabeza debajo de techado”, pasando por lugares que hacía más de tres décadas que no recibían visita de su Pastor.
Con el Gobernador Acosta y Padilla promovió las reducciones en el Salado, a pesar de las oposiciones. Procuraban cumplir el deseo real de que los naturales dejaran su vida nómade y se asentaran en pueblos y comunidades, obrando la autoridad civil y la religiosa en perfecta armonía.  Pedía el Obispo comprensión y ayuda a los vecinos españoles y criollos, haciéndoles ver que estaba “durmiendo debajo de los árboles en nuestros pabellones, ya la cabeza llena de canas”, procurando “el bien público, la salvación de los indios, el descargo de nuestras conciencias”. Y les decía: “Ayudadnos con vuestro consejo y dirección”.
Desde Asogasta, en el Salado, escribió una pastoral en julio de 1647 inculcando a españoles e indios la práctica leal de la justicia y la caridad, y a construir un régimen de convivencia que asegure la libertad y defensa de los naturales, que eran objeto de su especial solicitud. Recomendaba a los cristianos predicar con las obras para que los naturales amen la doctrina, se sujeten a la autoridad y “crean que una misma ley nos gobierna a ellos y a nosotros, y un mismo Dios y un mismo rey cuida de entrambos igualmente, y que uno ha de ser el juicio”.
Enseñaba respecto de los aborígenes “que son libres, no sujetos a esclavitud”, procurando que contribuyesen voluntariamente en los servicios comunes “para el sustento y conservación del reino, y para el sustento de sus personas e hijos, labrando, criando, fabricando, trajinando”,  y que esto sea “pagándoles su justo trabajo, y tratándolos como a cristianos y libres”.
Constataba con dolor que eran “amigos de la ociosidad, de la embriaguez, de la idolatría”, y hacía estas recomendaciones “porque no se vuelvan a los montes y a sus vicios”.
“Este aspecto funcional del trabajo  -dice C. Bruno- se completa con el educativo, en orden a salvar los efectos de la incapacidad de los naturales”, recomendando que estén siempre ocupados, “como quien tiene al niño en la escuela, no porque está sujeto a esclavitud, sino porque no sea travieso” y termine castigado.
Alertaba contra las arbitrariedades en perjuicio del indígena, denunciando la violencia y la injusticia: “Hemos de ser con los indios los españoles como el padre con el hijo, como el tutor con el pupilo, supliendo con lo más que Dios nos dio lo que a ellos les falta de talento y capacidad para conservarse, conservándolos nosotros en su justicia, en buena enseñanza y en su libertad natural”.
Sostuvo con generosidad y decisión el Monasterio de Santa Catalina de Siena, de Córdoba, primer convento de monjas de Argentina, en un momento difícil en que parecía pronto a extinguirse, dándole “el aliento vital que conserva hasta hoy” (C. Bruno, Historia de la Iglesia, t. II, p. 408).
Pese a su fogosidad y atropellos verdaderos o ficticios que algunos le atribuyen, “el Obispo Maldonado ofrece nítida a la historia su figura de auténtico pastor de almas, en el continuo trajín de sus visitas, en su afán por desarraigar abusos y, principalmente, en la obra social y civilizadora que llevó a los indios”, dice Cayetano Bruno, colocando “su episcopal figura entre las más brillantes del antiguo Tucumán” (“Apóstoles de la Evangelización en la Cuenca del Plata”, cap. XII).

(Ver: C. Bruno, “Historia de la Iglesia en Argentina”; “Apóstoles de la evangelización en la Cuenca del Plata”).


19 -   Leonor de Tejeda

Nació y pasó su vida en Córdoba del Tucumán, hija del poblador y defensor de la ciudad, Tristán de Tejeda, y de doña Leonor Mejía, y nieta del célebre conquistador y vecino de Santiago del Estero, Hernán Mejía Miraval.
Contrajo matrimonio en 1598 con el General Manuel de Fonseca y Contreras,  personaje principal.
Fue pionera de la educación para niñas en Córdoba, en su casa, que siempre fue destinada a buenas obras, actividad que continuó después de hacerse religiosa, luego de su viudez.
Con su marido, don Manuel, siguiendo antiguos anhelos, “determinaron ampliar su morada señorial con miras a convertirla desde entonces en un monasterio”. Pues “gustaban ambos esposos de la práctica de las virtudes y se entregaban de lleno a la oración y a la meditación” (Fernández Alvarez, “Un Monasterio y un alma”, p. 22-3). Las jóvenes cordobesas se acercaban a las puertas del improvisado monasterio, donde Da. Leonor les brindaba educación y formación, ya que su idea siempre había sido “gastar nuestra hacienda en alguna obra pía y por el bien que a todos los de estas provincias puede resultar…”(testamento).
En 1613, ya viuda, dejó todos sus bienes a favor del futuro monasterio, que se fundó una semana después, ingresando dieciséis novicias, catorce doncellas y dos viudas; una de éstas era la propia Leonor, novicia y priora a la vez, a quien el Cabildo de Córdoba consideraba “una de las personas de más calidad y virtud que hay en esta tierra” (Bruno, Historia, t. II, p. 400). Cambió su nombre por el de madre Catalina de Siena.
Pronto se interesaron novicias del Perú, de Chile y de otras ciudades del Tucumán, siendo motivo de alegría para las personas religiosas el hecho de que “este convento es el único donde pueden refugiarse vírgenes para consagrarse a Dios en una redondez de setecientas leguas” (P. Diego de Torres, SJ).
En 1628, por disposición testamentaria de Juan de Tejeda Mirabal, hermano de Leonor, (ante gracias manifiestas y reiteradas que recibió), se fundaba el segundo convento -el de las Teresas- en Córdoba del Tucumán. El Obispo Torres designó a Leonor de Tejeda “primera prelada del monasterio”, debiendo dejar su convento para dirigir el fundado por su hermano, permaneciendo hasta 1637, en que pudo regresar.
En 1640 se registran noticias de su enfermedad, y probablemente ocurrió su muerte poco después. Tenía más de sesenta años de edad y veintisiete de vida religiosa. Para entonces el Monasterio contaba con un nuevo edificio, con el que el Obispo Fray Melchor Maldonado de Saavedra apuntalaba la obra iniciada por Leonor de Tejeda, que perduraría hasta nuestros días con ilustre trayectoria.

(Ver: C. Bruno, “Historia de la Iglesia en Argentina”; “Apóstoles de la evangelización en la Cuenca del Plata”; Bustos Argañaraz, Prudencio “Historia Argentina”, ed. Eudecor).

20 -   Mama Antula
María Antonia de Paz y Figueroa –Mama Antula- era hija de una tradicional familia descendiente de fundadores de Santiago del Estero, ciudad que la vio nacer en 1730. A los 15 años entró como beata, integrante sin votos de la comunidad de jóvenes mujeres que hacían vida de piedad y colaboraban con la Compañía de Jesús, -a la que ella llamaba “tierna madre”.
Veneraba a los Santos jesuitas y a los Ejercicios espirituales del fundador, San Ignacio de Loyola, manteniendo correspondencia con los miembros de la Compañía luego de su injusta expulsión en 1767, que dejó a inmensas zonas de la América Española privadas de la labor educativa, religiosa y cultural más importante, creando desazón y resentimiento en todas partes.
El jesuita P. Arduz decía que “está la Compañía en espíritu en esta pequeña máquina de doña María Antonia” (C. Bruno, Historia de la Iglesia, t. VI, Cap. X). Y ella decía que ver “la Compañía de mi Jesús”… “desterrada de estos países en los últimos confines del mundo”… “es mi tormento”, “mi desconsuelo”.
Consiguió hacer que, después de 23 años de silenciamiento de San Ignacio de Loyola, el sacerdote maestrescuela Román y Ca-vezales hiciera su panegírico públicamente en Buenos Aires.
Inmediatamente después de la expulsión comenzó a misionar en el Tucumán por Santiago del Estero, y continuó por Salavina y Silí pica, vistiendo hábito jesuítico, llevando una cruz y a Nuestra Señora de los Dolores “por superiora de su misión”.
En 1773 se hallaba en Jujuy, donde el Obispo Moscoso y Peralta alabó su obra y la exhortó a continuarla.  Siguió por San Miguel de Tucumán, Salta, Catamarca y La Rioja, donde organizó 7 días seguidos de Ejercicios. Cuando faltaba algo decía: “avisen a la Abadesa”, Ntra. Sra. de los Dolores.
En 1775 se encontraba en Córdoba, de donde escribió al Obispo que desde el año en que fueron expulsados los jesuitas, viendo la falta de ministros y de doctrina, “me dediqué a dejar mi retiro y salir…confiada en la divina Providencia...con venia de los señores obispos…a colectar limosnas para mantener los santos Ejercicios espirituales del glorioso San Ignacio de Loyola”.  Llegó a juntar 300 personas para los ejercicios, que desarrolló durante ocho semanas, aumentadas, 3 años más tarde, a catorce semanas.
Dejó el Tucumán luego de haber dado 60 tandas de ejercicios, dirigiéndose a Buenos Aires.
Resistió allí a burlas del pueblo e indiferencia de las autoridades civiles y religiosas. Un buen tiempo tuvo que insistir en sus pedidos al Obispo que autorizara los Ejercicios, resistiendo al desánimo, las críticas y las incomprensiones. A todo lo vencía con la confianza, repitiendo: “Todo lo puedo en Aquel que me da fuerzas” (S. Pablo).
Ablandado el Obispo, debió enfrentar la oposición del Virrey Vértiz. Vencida finalmente también ésta, se iniciaron los Ejercicios con señoras principales que no rehusaban mezclarse con las domésticas negras y pardas. Logró el apoyo de esclarecidos sacerdotes.
La asistencia fue pronto en aumento y el local resultó estrecho. Fue consolador para ella que se presentaran ambos Obispos, del Tucumán y del Río de la Plata, para oír las prédicas de los Ejercicios. El Obispo del Tucumán quería que volviera a su Diócesis, pero la gran concurrencia en Buenos Aires se lo impedía. El fervor se iba contagiando a los vecinos principales y de éstos al resto de la sociedad. El apoyo del Obispo se hizo completo, al punto de atender a todos sus pedidos (que eran prudentes y discretos), y disponer “que ningún clérigo recibiese órdenes sin un certificado de su buena conducta en los Ejercicios”.
Hasta un ex Virrey del Perú en desgracia vino a Buenos Aires a hacer los Ejercicios y atribuyó la mejora de su situación en Madrid a las oraciones de María Antonia.
Parecía que la Providencia le daba los medios ya que pudo prodigarle los Ejercicios a 15.000 personas, lo que incluía diez días “de estada y abundante manutención” sin costo alguno.
En 1788, gracias a aquella “ramita que había quedado del tronco seco de la Compañía”, se contaban en más de 70.000 personas las que habían hecho los Ejercicios.
En 1791 pasó a la Banda Oriental, recibiendo del Virrey, al despedirla, “todo su poder sobre militares y civiles en cuanto necesitase”.
Ambas bandas se la disputaban. Pronto el Obispo reclamó su vuelta, y “me arrancaron de Montevideo con gran sentimiento mío, por el fervor con que concurrían en multitud (de a 500) las gentes”. Luego los vecinos orientales pedirían licencia para continuar con los ejercicios “que dio la santa Beata”. El Virrey Avilés asintió de inmediato y se fundó la Casa de Ejercicios de Montevideo.
La Mama Antula se ocupó de estabilizar su obra creando en Buenos Aires, capital del Virreinato, una comunidad de beatas. Vecinos expectables de varias familias le donaron “un solar del barrio de la Concepción, allí donde se levanta hoy la Casa de Ejercicios”. Superando obstáculos, la obra se comenzó y llevó a feliz término por los desvelos de María Antonia.
Preveía ella que manos extrañas podían intentar desviar el destino de la Casa, declarando de antemano cualquier cambio de destino como “nula, subversiva e intrusa”.
Murió “en notoria pobreza” el 7 de marzo de 1799 y sus restos descansan en la Iglesia de la Piedad. Dejó en buen punto la Casa de Ejercicios, monumento de su fe, piedad y dedicación, y un gurpo de fieles seguidores que continuaron su obra.

(Ver: Bruno, Historia de la Iglesia, t. VI, Cap. X).

21 -   Cacique Manqueunai
Ver fundamentación en P. Nicolás Mascardi

22 – Tinkunaco
Es palabra quichua que significa “encuentro” y evoca un hecho histórico fundacional ampliamente documentado por declaraciones de testigos oculares que lo presenciaron y lo testimoniaron en el proceso de canonización de San Francisco Solano.
La Rioja había sido fundada en 1591; dos años después, un Jueves Santo, 40 caciques diaguitas y sus tropas –que sumaban 9.000 guerreros, inmensa multitud para la época- rodearon la ciudad con intenciones de asediarla y atacarla, comenzando por cortar el agua de la acequia principal.
Se adelantó a los defensores de la ciudad, actuando como mediador, Fray Francisco Solano, pronunciando una histórica arenga que todos los presentes –a pesar de hablar idiomas distintos- entendieron, y que repercutió de manera impresionante en los diaguitas quienes, deponiendo su actitud bélica, se sumaron a las ceremonias de Semana Santa, dispuestos a convertirse a la Fe y a hacerse súbditos del Rey de España.
Como prenda de amparo a los indígenas, San Francisco los puso bajo la protección de la Imagen del Niño Alcalde. El alcalde era el juez natural de los habitantes de la ciudad y su potestad era respetada por todos. De ahí la honda significación del hecho.
Se produjo el “tinkunaco”, es decir el “encuentro” y entendimiento entre diaguitas y españoles. Aquello significó algo como el nacimiento de la cristiandad riojana: paz, unión de europeos y nativos y cristianización, incorporación de bienes culturales, espirituales y materiales para ambos pueblos.
Hoy se celebra en “Todos los Santos de la Nueva Rioja” ese encuentro en la festividad del Tinkunaco cada 31 de diciembre al mediodía, por ser la fecha en que anualmente el Cabildo elegía los nuevos alcaldes y regidores encargados de impartir justicia y ejercer el gobierno capitular de la ciudad.
Desde el convento de San Francisco, donde se encuentra la celda y el naranjo histórico del “Santo  Solano”, viene la procesión con el Niño Alcalde, el Inca y sus ayllus, fieles riojanos que representan a aquellos diaguitas históricos. De la catedral parte la procesión que representa a los antiguos Alféreces españoles, vecinos y miembros del Cabildo. Todos con atuendos típicos. A la tradición se sumó la venerada imagen de San Nicolás, Patrono de La Rioja, que se inclina tres veces adorando al Niño Dios.
Es en la plaza principal, frente a la Catedral y a la Casa de Gobierno, cuando el sol riojano hace caer implacablemente sus rayos, calor y luz. Participa multitudinariamente el pueblo y los peregrinos, el clero y el gobierno civil, y las fuerzas militares y de seguridad.
Es un ejemplo de hermandad y de vitalidad de una tradición fundacional en el Norte argentino, que data del siglo XVI, en tiempos de “La Rioja del Tucumán”.

(Ver: Vera Vallejo, Pbro. J.C., “Las fiestas de San Nicolás en La Rioja”, Luna Olmos, María Elena, “El Tinkunaco riojano”, Jornada de Cultura Hispanoamericana por la Civilización Cristiana, Cabildo histórico de Salta, 2008).


Plaza “Socotonio de Talavera”

Socotonio de Talavera, fue un centro estratégico, vital y fructífero de apostolado del principal misionero de esta región y de América, San Francisco Solano, que allí fundó una cristiandad de más de 50 poblaciones indígenas (ver biografía). Su influencia llegaba a la desaparecida ciudad salteña de Nuestra Señora de Talavera de Esteco y a toda la región situada al oriente entre ésta y Santiago del Estero, la entonces capital de la Gobernación del Tucumán (que abarcaba desde el actual NOA hasta Córdoba y parte del Chaco), y al sudoeste la zona de influencia de San Miguel de Tucumán.
Su sonoro nombre armoniza lo indígena –Socotonio- con el bello y significativo nombre castellano de Talavera, como símbolo de las dos vertientes étnicas fundadoras de nuestra nacionalidad. En sus términos se encuentra la rica vertiente “del santo Solano”, próxima al salteño pueblo de El Galpón, del que el santo franciscano es Patrono.

(Ver más datos y bibliografía citada en San Francisco Solano).

Areas Verdes:

1       Rincón de las Pavas
La elegante pava de monte pertenece a las aves galliformes de la familia Cracidae, son originarias de la zona de Paraguay, Argentina, Uruguay, Bolivia y Brasil. Su hábitat natural son los bosques tropicales o subtropicales, de baja altitud. Se conocen tres especies, cada una habita en regiones distintas, ellas son Penélope obscura bronzina, Penélope obscura obscura y Penélope obscura bridgesi.
Es un ave grande, pero no supera los 90 cm. de largo. La piel de la cara es gris, la de la garganta es roja, el pico es negro y las patas son grises, la cola es marrón oscura, el resto del cuerpo es pardo oscuro con reflejos verdosos.  Son fácilmente domesticadas y pasan a ser un ave de compañía que puede pasear por un amplio gallinero, por el patio o jardín.
Su canto más que canto es un áspero y potente grito. Es difícil de ver ya que permanece oculta en el monte. La pava de monte está unida al monte, no sólo se refugia en él, sino que del monte obtiene su alimento, semillas, granos, frutos, flores silvestres, larvas e insectos.
La época de reproducción es en la primavera y el verano, son monógamos, la pareja es para siempre. El nido lo hace arriba de los árboles y pueden estar hasta a 10 metros de altura, prefieren hacer sus nidos en montes tupidos para que sea más difícil encontrarlo. El nido lo hacen en forma de plataforma con ramas pequeñas y retoño de hojas. La hembra pone sólo 2 o 3 huevos de color blanco crema, que incuban, vigilan y cuidan los polluelos, indistintamente el macho o la hembra. Los pichones permanecen con sus padres hasta que son mayores. Los cazadores cazan las pavas de monte, por su carne y con la destrucción de su hábitat, están amenazadas de extinción.
Son típicas del monte salteño y puede vérselas internándose en el campo o visitando el Parque Nacional El Rey. Baritú y otras reservas.

(Información sobre fauna silvestre extraída de pampas argentinas, dogo argento, minifauna y otros sitios de Internet)

2       San Roque Gonzalez
(ver fundamentación en: Avenida San Roque González)

3       Martin Schmid
Sacerdote jesuita, misionero, arquitecto y músico destacado. Nació en Suiza, en el cantón de Baar, en el seno de una familia principal, en 1694, y cursó estudios en varias ciudades europeas compenetrándose de la elegancia y originalidad del barroco.
Llegado a América, se lo destinó a misionar a los indios Chiquitos, según él debido a sus conocimientos musicales. Llegó a la región de las misiones en agosto de 1730, luego de largas demoras en el viaje de Europa a Buenos Aires y de allí a la Chiquitanía.
Sus primeros diez años de  misión transcurren en la histórica San Javier, actuando como doctrinero y a través de la escuela de música donde enseñaba a la población nativa a hacer instrumentos musicales. Asimismo ayudó a formar talleres que sentaron las bases para la magnífica labor arquitectónica impulsada por él, que vendría más adelante.
En 1744 escribe desde la reducción de San Rafael su primera carta a su familia. Allí también construye la primera de sus admirables iglesias en la selva. De 1749 en adelante construye otras del mismo estilo en San Javier y Concepción. Bajo su dirección se emprenden reformas y construcciones en los pueblos misioneros de la Chiquitanía, como los altares barrocos tallados en madera de San Miguel y de San Ignacio de Velasco. Tuvo gran influencia, personal y a través de sus colaboradores, en la decoración de las iglesias de los diez pueblos jesuíticos de Chiquitos.
Al llegar a las misiones pensaba que su tarea principal sería la labor puramente misionera, pero la Compañía le encargó ante todo fortalecer la Fe de los indígenas y promover su radicación en las reducciones para que dejaran la vida nómade por una sedentaria.
Este fortalecimiento se hacía valiéndose de la enseñanza doctrinal y de las ricas ceremonias religiosas. Pues los jesuitas habían comprobado que tales finalidades se alcanzaban mejor poniendo énfasis en el esplendor ceremonial y litúrgico. Sobre esta base promovieron la música, que encantaba a los naturales, como también la decoración de las iglesias en estilo imponente.
Para esta vital tarea de construcción formó albañiles especializados, y para perfeccionar la enseñanza musical enseñó técnicas para hacer instrumentos.
Luego le tocó misionar en San Juan Bautista (Santa Cruz), de donde le escribe a su hermano contándole que desde este pueblo habían mandado a la selva a 300 indios cristianos para invitar a los aborígenes silvícolas a incorporarse a las reducciones. Al cabo de dos meses regresaron con más de cien hombres, mujeres y niños de la floresta. Narra cómo los acompañaron a la iglesia, entonando cantos y al son de músicas, donde él ante todo procedió a entregarles ropas con que cubrir sus cuerpos. Luego se los invitó a comer y se les dieron pequeños regalos como perlas de vidrio, rosarios, cuchillos, tijeras y otros agasajos. Al día siguiente los niños fueron bautizados ceremoniosamente, y los grandes comenzaron a prepararse para el bautismo.
Sus últimos años en la Chiquitanía transcurrieron en San Miguel de Velasco y San Ignacio de Velasco, donde, contando con la ayuda de su “conmisionero“, Johann Mesner (1703-68), se encargaron de la tarea de cubrir de oro los altares.
Allí recibieron la orden de expulsión del Rey Borbón, impulsada por los Iluministas. Pensó que a sus 73 años se vería exento de cumplirla y lograría quedarse, pero fue obligado a iniciar el largo y penoso viaje de vuelta. Tuvo que atravesar los Andes a lomo de mula con los otros expulsos, llegar hasta Arica, seguir en barco a Lima, dirigirse a Panamá, y de allí pasar por Cartagena y La Habana para embarcarse finalmente a Cádiz. Internado más de un año en el Puerto de Santa María pasó a Augsburgo, y de allí regresó al pago en 1771. Más de un año estuvo en el Colegio de Lucerna donde en 1772 terminó sus días, siendo enterrado en la Iglesia jesuítica local.
La formación musical y la enseñanza de técnicas para hacer instrumentos, infundió a sus discípulos nativos una valiosa y perdurable cultura musical. Enseñó técnicas de albañilería y agricultura. Contribuyó a la edición de un diccionario de la lengua chiquitana. Su principal aporte en el campo cultural y artístico fue la construcción de edificios religiosos y la decoración de sus interiores.
En 1990 fueron declaradas “patrimonio de la humanidad” las iglesias construidas por él y por sus discípulos. Contribuyó a traducir al alemán el historial del P. Juan P. Fernández sobre las misiones de Chiquitos. Sus cartas constituyen otro valioso legado histórico.

(Notas tomadas de Martin Schmid (Jesuit) aus Wikipedia, der freien Enzyklopädie, basada en obras varias de Kühne, Meier, y de R. Fischer -„Pater Martin Schmid SJ“; „Wörterbuch der Chiquitano-Sprache“, Composiciones musicales en el Archivo de Concepción [Bolivia], etc.).


4 -     Rincón del Pecarí
Los vistosos y bravos pecaríes (también conocidos como tayato, tayasu, saíno, chancho de monte, chancho almizclero o jabalí americano) son especies de animales salvajes nativos de América similares a los cerdos, clasificados en la familia Tayassuidae.
Poseen cuatro dedos en las patas delanteras y tres en las traseras, tres estómagos y una glándula secretora de almizcle en el lomo.
Trátase de animales autóctonos de América, semejantes al jábali pero,  a diferencia de los jabalíes europeos, los colmillos no lucen expuestos fuera de la boca.
En el pasado su área de dispersión cubría desde las Carolinas -y sureste de Texas ,al norte- hasta los límites más meridionales de la región Chaqueña ,en el sur. Pero en la actualidad  sólo se encuentran en zonas recónditas de Sudamérica; especialmente el norte de Argentina.
Habitan zonas relativamente cálidas y húmedas en donde exista importante arbolado, allí viven formando piaras. Sus costumbres son principalmente nocturnas por lo que tienen muy desarrollado el olfato.
Su dieta es omnívora aunque predominantemente vegetariana (además de vegetales se alimentan de insectos, arácnidos, réptiles -incluidos los ofidios- y eventualmente pequeños roedores).
Se conocen tres especies de pecaríes:
El pecarí de collar, o chancho rosillo (Dicotyles tajacu), con una altura de medio metro en la cruz y una longitud de aproximadamente 80 cm. Se caracteriza por su pelaje de cerdas castaño-negruzcas y una mancha blanca que recuerda a un collar en la base del cuello. Se distinguen 16 subespecies de esta variedad.
El pecarí labiado,o pecarí barbiblanco, o chancho majano (Tayassu pecari), que tiene una altura promedio en la cruz de 55 cm y una longitud de un metro, caracterizándose por una mancha clara en la base de la boca ó en torno a los labios. De todas las especies de pecaríes ésta es la que más prefiere la fronda cerrada y los ámbitos húmedos. Se conocen seis subespecies.
El pecarí orejudo o pecarí chaqueño, o chancho quimilero, o taguá (Catagonus wagneri) resulta ser la especie de mayores dimensiones, llegando a tener una longitud promedio de 1,1m. Se caracteriza por su pelaje algo más claro que las anteriores aquí descriptas, sin que se adviertan manchas específicas. Las orejas y el hocico son más grandes que en las demás especies. Esta variedad sólo se conocía -hasta 1974- por restos fósiles hallados en las provincias argentinas de Salta y Chaco, considerándosela extinguida. Entre los adultos de las tres especies de pecaríes los pesos van de los 14 a los 40 kg existiendo un claro dimorfismo sexual por el que los machos son más corpulentos.
Cuando los perros los corren, generalmente corren para todos lados, muchas veces con eso pierden a los perros y zafan. Si el perro le llega a alguno, generalmente se empaca rápido, se sienta y empieza a morder, mucho y muy rápido. Los colmillos son muy filosos, así que el perro no la lleva de arriba. Y muerden sean hembras, machos o crías.

(Información de fauna silvestre argentina extraída de pampas argentinas, dogo argento, minifauna y otros sitios de Internet)

5 -     Gaspar de Monroy
La heroica dedicación de los misioneros jesuitas en el Paraguay y el Tucumán hizo que fueran reiteradamente solicitados por gobernadores y cabildos –y, en ocasiones, también resistidos, por su decidida defensa de los indígenas.
En 1593 llegó del Perú un refuerzo integrado por cuatro sacerdotes y dos hermanos legos de la Compañía, que alcanzarían fama por su labor en estas tierras. Entre ellos se encontraba el Padre Gaspar de Monroy, SJ (cf. Bruno, “Historia de la Iglesia en Argentina”, t. I, pp. 434 y ss.). La crónica de sus andanzas apostólicas se la debemos al P. Nicolás del Techo, en su célebre “Historia de la Provincia del Paraguay, de la Compañía de Jesús”. (El P. Techo refiere asimismo que en el año 1600 llegaron nuevos refuerzos misionales al Tucumán, entre quienes se encontraba el P. Hernando o Fernando Monroy, SJ, otro destacado apóstol del Norte argentino, particularmente de los lules).
“El Apostólico Padre Gaspar de Monroy” –como lo llama el Padre Lozano en su “Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán”- nació de padres “muy nobles” en Valladolid, en 1564. La auténtica hidalguía presuponía la virtud del coraje caballeresco, y si bien la nobleza de sangre no era requisito para evangelizar, no es raro encontrarla entre los más intrépidos misioneros.
Le ordenaron misionar en Humahuaca junto al Padre Pedro de Añasco y tratar de evangelizar a los omaguacas u “omaguas”, que habitaban “la parte del Tucumán que se extiende hasta el Perú” (P. Techo, Historia, libro II, cap. VI).
Muchos de éstos habían aceptado la fe cristiana pero “…hacía ya treinta años que se habían rebelado, dando muerte á los sacerdotes y á no pocos españoles; con sus robos y asesinatos hacían imposibles de transitar los caminos que van al Perú, y tenían consternadas las villas y aldeas próximas”.
El Padre Monroy, “…á pesar de los consejos que le daban sus amigos para disuadirle del temerario proyecto que había concebido, penetró en el país de los omaguas, llevando por toda arma una cruz”,  acompañado por el Hermano lego Juan de Toledo.
Contra toda esperanza fue “benévolamente recibido” por los indios y su predicación logró que cinco caciques a quienes se atribuían homicidios y sacrilegios pidieran el bautismo. Pronto hubo más de 800 omaguacas bautizados, muchas parejas casadas y renovación general de costumbres cristianas como fruto de su labor.
Entre estos naturales señoreaba el famoso Viltipoco (“Piltipico”), de quien refiere el P. Techo que hacía 30 años cometía crímenes, mataba sacerdotes, quemaba templos, derribaba cruces, saqueaba pueblos y robaba a los caminantes. La situación aparecía desesperada pues: “Nada aprovecharon para reprimir tales desmanes los esfuerzos del gobernador del Tucumán, ni el coraje de los españoles irritado con una guerra pertinaz, ni halagos, ni promesas…”.
Hacía falta un varón de Dios que pudiera ganarse esos corazones.
El Padre Monroy decidió jugarse el todo por el todo. Fue donde se encontraba el gran jefe y le dijo que podía apreciar el deseo que tenía de su salvación por presentarse indefenso delante de él, “sin temor alguno de la muerte; ningún sacerdote ha sobrevivido a tu crueldad… a todos los asesinaste fieramente”, …incendiaste iglesias, …destruíste cruces… “He despreciado los tormentos –continuó- para ver si, logrando tu conversión, apartas la ira del Señor que te amenaza. Nadie ama la muerte, sino quien espera eterna recompensa. Elige entre las dos cosas que te muestro: tu salvación ó mi muerte; ambas están en tu mano; morir por Cristo será para mí una dicha inmensa, y librarte de la perdición alegría inexplicable” (Techo, Historia, cit.).
“Dichas estas palabras con grande energía y presencia de ánimo, ponderó el enojo de los españoles y advirtió que Piltipico, depuesto el ceño, se mostraba más humano y le ofrecía vino que tenía en una calabaza”. Era chicha de grano molido por los dientes de las mujeres de la tribu, que el Padre no acostumbraba a beber y era “poco agradable”. Pero lo probó, deferencia que agradeció mucho el cacique, permitiéndole ejercer su ministerio.
Entrevistando tiempo después nuevamente al jefe omaguaca, éste manifestó deseos de hacer las paces con los españoles. El Gobernador Ramírez de Velasco, que había ordenado la fundación de la ciudad que en su homenaje recibió el nombre de “San Salvador de Velasco en el Valle de Jujuy”, no desaprovechó la oportunidad; dio facultades al Padre para firmar treguas con los indígenas. Era habitual la cooperación de la Iglesia y el gobierno civil en el “estado misional español” (expresión de Cayetano Bruno).
Así se hizo y las poblaciones cristianas “significaron su agradecimiento al P. Gaspar Monroy, pues le debían el disfrutar tranquilamente de las ciudades, de los templos, bienes e hijos”. Un gran paso se había dado gracias a él.
Se le sumó el Padre Añasco, que caminó cientos de leguas desde los límites de los frentones para unírsele en el esfuerzo misional. Viltipoco había celebrado las paces pero “no quería reconciliarse con Dios por amor de su gentílica libertad. Sus depravadas costumbres eran imitadas por los jefes del pueblo…”. Y las de éstos por los indígenas comunes.
Por las contrariedades sufridas se enferma el P. Monroy y se retira un tiempo a Jujuy con su “conmisionero”. Corrió la voz de que Viltipoco se había aliado con los chiriguanos para “unidos asaltar y devastar la ciudad”.
Los españoles entran arriesgadamente en los cerros y logran capturar a Viltipoco quien, arrepentido, “se reconcilió con el Creador estando gravemente enfermo en la cárcel, y murió al poco tiempo”. El P. Monroy había sido su evangelizador; el P. Añasco fue su dedicado y afectuoso confesor…
En 1598, el Padre Monroy, luego de prestar estos servicios, sin abandonar a los naturales jujeños extiende su apostolado a los salteños. También dejó sus huellas en la capital de la gobernación, Santiago del Estero, donde se desempeñó como Vice-Rector del Colegio de la Compañía.
Considerando admirado la tarea cumplida, dice el P. Nicolás del Techo, historiador de la obra jesuítica en estas latitudes: “Entre pocos hombres quedó repartido el Tucumán, región tan grande como España, la cual recorrían incesantemente, visitando selvas, escondrijos, cavernas y montes retirados. Estimulados por el deseo de salvar las almas, despreciaban con magnanimidad los peligros corporales, ningún caso hacían de comodidades y tenían en poco la misma vida. Si los que se afanan por las mercancías de América y por sus ricos metales á todo se atreven, ¿cuánto más aquéllos que saben el precio de los espíritus rescatados con la sangre de Cristo?”

(Ver Historias del P. Cayetano Bruno y del P. Nicolás del Techo citadas en esta fundamentación).

6 -     Arte y Vocabulario del Cacán
“Deseando con ardor los socios [integrantes] de la Compañía [de Jesús] que los gentiles abrazaran la fe cristiana se dedicaron al estudio de las lenguas habladas por éstos. El P. Bárcena se entregó á esta tarea por espacio de medio año, ayudado por el P. Añasco; y aunque era ya anciano de sesenta años, llegó á conocer las lenguas guaraní, naté, quisoquí, abipónica y quiranguí; compuso en ellas gramáticas, vocabularios, catecismos y sermones; ambos redujeron á preceptos otras del Tucumán, como son la tonocoté, la kaka, la paquí y la quirandí, á fin de que los misioneros pudiesen fácilmente poseerlas. Y para obtener de esta obra mejores resultados, el P. Añasco hizo varias copias de dichos libros, compuestos en su mayor parte por el P. Bárcena, y las divulgó cuanto pudo. Todo lo cual es más de admirar si se tiene en cuenta que tanto uno como otro tenían sus fuerzas muy quebrantadas…” (P. Nicolás del Techo, Historia de la Provincia del Paraguay de la Compañía de Jesús, Cap. XLIII, Libro primero).
“Hablaron los diaguitas la lengua cacana, de la cual muy poco se conoce. El jesuita Alonso de Barzana escribió un “Arte y Vocabulario” de dicha lengua que se perdió. No desesperan…los eruditos que aparezca algún día, supuesto que el padre Añasco, compañero de Barzana, asegura haber hecho de el varias copias” (Historia de la Iglesia en la Argentina, Cayetano Bruno, Ed. Don Bosco, t. I, p. 60).

Los Diaguitas eran las comunidades indígenas que ocuparon el corazón del Noroeste, los Valles y Quebradas. Las primeras crónicas llamaron calchaquíes a los habitantes de esa región, pero éstos eran diaguitas, como los pulares, yocaviles, tafís, hualfines, ingamanas, sanagastas, famatinas, etc.
Estaban aglutinadas alrededor de un elemento común: su lengua. Todas las fuentes coinciden en que la lengua cacá o cacán otorgaba unidad a estos pueblos, que Canals Frau llamaba “cacanos” en lugar de diaguitas (cf. Carlos Martínez Sarasola, Nuestros paisanos, los indios”).
“Según las fuentes el kakán se hablaba en el valle Calchaquí, Catamarca, gran parte de La Rioja, parte de Santiago del Estero (la sierra y el Río Dulce) y norte de San Juan (río Bermejo, Jáchal y Valle Fértil)” (Nar-di). Para Adán Quiroga, cacá o cacán significa montaña, por lo que lengua cacana o montañesa “es lo mismo”.
Su desaparición, dice Quiroga, comenzó con la difusión del quichua impuesto por la dominación incaica en el siglo XV. Sin embargo se siguió hablando. A fines del período hispánico, con el advenimiento de los Borbones, que sucedieron la Casa de Austria, cambiaron muchas cosas,  aplicándose criterios centralistas e “ilustrados”, uno de los cuales fue intensificar la enseñanza del castellano descuidando las lenguas vernáculas.
A los misioneros se les presentó el problema de poderse comunicar con fluidez con los diaguitas, por lo que algunos abordaron resueltamente la tarea de dominar el cacán, como San Francisco Solano, el Padre Barzana (autor de su arte y vocabulario), el Padre Añasco y otros.
El cacán misional tuvo señalados cultores. Los PP. Barzana y Añasco compusieron por 1590 preceptos gramaticales y vocabularios, y el primero “escribió doctrina cristiana, catecismo, homilías, sermones, confesionario y plegarias en kakán, pero nunca llegaron a ser publicados”. Otros jesuitas –como  los Padres Gaspar y Hernando Monroy,  Viana y Romero- “llegaron a componer canciones devotas (los Diaguitas gustaban de los cantares a lo divino en su lengua), catecismo y pláticas en kakán” (Nar-di, o.c.).
Posteriormente no pocos sacerdotes, encomenderos y oficiales demostraron ser expertos en hablar el cacán, como consta en numerosos documentos.
Entre los misioneros jesuitas se destacó el P. Alonso de Barzana, a quien el Gobernador del Tucumán Ramírez de Velasco, queriendo pacificar y evangelizar a los Diaguitas de los Valles Calchaquíes, llevó como capellán y misionero en su entrada a los valles, apuntando a la conversión de “cincuenta mil almas”, cumpliendo un rol muy importante  que, además, quedaría plasmado en su gramática de la lengua cacana, tesoro lingüístico hoy perdido... 
Era famoso por su facilidad para aprender lenguas indígenas: “Además de la eminente virtud y celo inagotable del padre Barzana, hay que ponderar las muchas lenguas que dominó: (…) llegó a hablar corridamente hasta trece idiomas -algunos de ellos, muy recónditos y raros-, y a escribir artes y vocabularios de varios de ellos” (Bruno).  Entre éstas se encuentran la cacana de Santiago del Estero y la de calchaquíes, que eran bien diferentes (ibid.).
Todos los autores coinciden en afirmar lo extremamente difícil de esta lengua: Se la califica de “revesado Idioma” (Lozano, Hist. Comp., T. 1º, p.16), “sobremanera reservada” (id.,p.16), “estrañamente dificil” (id.,p.423)… de la que el P. Barzana afirmó que se trataba de la lengua “mas dificultosa para mí de quantas he aprendido” (id.,p.83); (Nar-di).
El Padre Lozano lo califica de “áspero idioma”, “tan gutural que parece no se instituyó para salir á los labios”, e insiste en que “se forman sus voces en solo el paladar”, caracterizándolo como “muy gutural, que apenas le percibe quien no le mamó con la leche” (Nar-di, ibid.).
Agrega Nar-di, del Instituto Nacional de Antropología, que: “Hasta el momento la fuente más importante que explícitamente consigna voces kakanas es el P. Pedro Lozano”.  Entre éstas se cuenta “Ahaho”, voz de la que derivan Colalao y Sumalao. También define como cacana  la terminación “gasta”: en Salta lo encontramos en Sichagasta,  Chuchagasta, Taquigasta,  Ampacgasta, etc., y abunda en el resto del NOA.
El citado estudioso admite la existencia de “por lo menos un dialecto septentrional (calchaquí) y otro meridional (diaguita) del kakán”.
Lamentablemente, la invalorable gramática del cacán del P. Barzana, de la que hizo varias copias el P. Añasco, se extravió. Los lingüistas suspiran por encontrarla, como lo expresa Rafael Nar-di: “Siempre hemos conservado la ilusión de poder leer alguna vez los inhallables manuscritos del Padre Alonso de Barzana…”
Para mantener esa expectativa merece la venerable obra el recuerdo público.

(Algunas obras consultadas: P. Nicolás del Techo, “Historia de la Provincia del Paraguay de la Compañía de Jesús”, Cap. XLIII, Libro primero; Rafael L. J. Nar-di, del Instituto Nacional de Antropología, “El Kakán, lengua de los diaguitas”; Historia de la Iglesia en la Argentina, Cayetano Bruno, Ed. Don Bosco, t. I, p. 60; Adán Quiroga, “Calchaquí”; Carlos Martínez Sarasola, “Nuestros paisanos, los indios”, Emecé, ed. 2000, pp. 47 y ss.).



7 -     Arte y Vocabulario del Lule y Tonocoté

Admirable vocabulario y gramática de la lengua lule-tonocoté, presentada como conjunto lingüístico,  obra con propósito evangelizador y educativo del misionero, maestro, etnógrafo, cartógrafo y escritor, Padre Antonio  Ma-choni (ó Macioni), de sangre itálica, nacido en Cagliari, Cerdeña, en 1671, y muerto en Córdoba en 1753, luego de una larga vida misionera en el Tucumán y el Paraguay.
El P. Ma-choni fue Rector de la Universidad de Córdoba (primera universidad argentina, fundada por el Obispo Trejo y la Compañía de Jesús), y en 1737 ocupó igual cargo en el Colegio Máximo de Salta. Dos años después era designado Provincial, principal autoridad de la Provincia Jesuítica del Paraguay, que comprendía territorio argentino, paraguayo y riograndense.
Participó de la expedición al Gran Chaco del Gobernador del Tucumán Esteban Urízar de Arespacochaga, y en 1711, al fundarse sobre el Río Pasaje (Juramento) la primera reducción de indios lules  -San Antonio de Balbuena-, fue su doctrinero, estableciendo él mismo, poco después, otra reducción -San Estaban de Miraflores-, más hacia el oeste, sobre el mismo río.
En su labor misionera en el Chaco y el Tucumán estuvo en contacto permanente con  los indígenas cuya lengua, vida y costumbres estudió con dedicación, pudiendo así componer el Arte y Vocabulario de la lengua lule y tonocoté, obra que felizmente se conserva, y que fue elogiada por lingüistas y etnólogos como Samuel Lafone Quevedo y otros. También es autor de dos mapas de las misiones jesuíticas y de otras obras.
El P. Machoni relata que la lengua que documentó en su Arte era hablada por cinco etnias: tonocotés,  lules, ysistinés, toquistinés y oristinés. Los más numerosos eran los tonocotés. Al parecer, los lules la hablaban o entendían.  Ambos pueblos eran parte de la población indígena del Chaco, Salta, Santiago del Estero y Tucumán  -donde se encuentra la población denominada Lules. Eran vecinos de los diaguitas, que se encontraban al oeste, en la dilatada región.
Más de un siglo antes de que el P. Ma-choni compusiera su Arte y Vocabulario, el P. Barzana se refería al conocimiento que habían adquirido del tonocoté, sin el cual “en este pueblo de Matará no hiciéramos nada, y con ella y con la diligencia que Dios da al Padre Añasco (…) se alegra el cielo” por “el fervor y cuidado” con que “acuden chicos y grandes a saber la doctrina toda en su lengua, y a los sermones que en ella se les predican, y es cosa de grandísimo contento…” (ver biografía Padre Añasco).

(Ver bibliografía citada en las biografías de los PP. Añasco y Barzana y en “Arte y vocabulario del Lule y Tonocoté”).






Investigación histórica a cargo de los Profesores Luis María Mesquita Errea y Elena Beatriz Brizuela y Doria de Mesquita E.
Salta - La Rioja - NOA - Año de Gracia 2011