LUCES DORADAS del TUCUMAN

Sitio de intercambio de información sobre la actualidad, historia y cultura argentina e iberoamericana, desde la región del Tucumán (NOA - La Rioja - Córdoba), en la que tuvo especial vigencia la civilización cristiana, orgánica y mariana de la Argentina auténtica. Su Tradición viva se enriquece con el paso del tiempo. Ayúdenos a descubrir y defender nuestra identidad. E-mail: civilizacioncristianaymariana@gmail.com

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Nombre: El Alférez
Ubicación: Noroeste, Argentina

domingo, junio 26, 2005


Los fuegos de San Juan, en La Rioja de hoy

Es una antigua tradición que ayer nos tocó vivir, pues todavía se mantiene en La Rioja, y seguramente en otros puntos del mundo iberoamericano.
Como todos los años, desde hace tal vez siglos, se organizó en un rincón llamado

El Pozo, en las afueras de Sañogasta. Es un lugar sugestivo: las quebradas comunican con los cerros y el campo sin fin; andan burros y caballos sueltos; hay corrales de familias descendientes de los Caliva, gente de campo que tiene hacienda, de sangre hispano-indígena, es decir criolla.
Hay también una famosa cancha de cuadreras, y el domingo habrá justamente 6 carreras organizadas por los Camperos de San Sebastián.
Llegamos de noche. La casa tiene varias dependencias, desde antiquísimas ramadas de “pus-pus”, salas más nuevas y una flamante capilla de la Virgen del Valle construida por la piedad familiar. La joven dueña de casa es la rezadora; hace unos días terminó la popular novena de San Antonio. Estas novenas conservan la doctrina tradicional y son un precioso medio para mantener la fe contra las omisiones e innovaciones de la prédica “progresista”.
Es un punto de reunión natural de los camperos.
La vieja sala es muy rústica, con piso de tierra apisonado, las paredes blanqueadas a la cal. Alrededor de unos braseros se reunían los pequeños grupos, conversando animadamente. Gran movimentación le daba al ambiente la cantidad de niños, detalle que sorprendió a un amigo nuestro argentino que vivía en París cuando vino hace unos años. Parece que en Europa se ven pocos niños.
Aquí abundan, había de todos tamaños, edades y colores, con rasgos españoles, o medio gringos, otros bien criollos, mestizos, otros eran rostros con un qué de africanos melancólicos o también de chispeantes “abolivianados” estilo diablada de Oruro, si me permiten el neologismo.
La hospitalidad de los dueños de casa , y la espontánea colaboración de los invitados, que llevaban vino, huevos o pan, tomó la forma de un locro exquisito, bien gordo, acompañado por tortilla a las brasas y “raspaditas”, servido sobre una mesa de “árbol” (algarrobo) con tablas irregulares y venerables huellas del pasado. Por supuesto, el acompañamiento era vino, pero para los niños y las mujeres había la infaltable “coca”. ¿Cuándo crearemos una bebida argentina, en este país de naranjas, frutas y hierbas salutíferas de toda clase? Tal vez, cuando dejemos de imitar a los otros, cuando dejemos de ser “masa” para volver a ser pueblo. Para eso es necesario, entre otras cosas, que las clases dirigentes tradicionales asuman plenamente su misión de irradiar excelencia y ser ejemplo de vida virtuosa y dedicación al bien común.
Siguieron largas conversas sin prisa ni pausa, el movimiento de la puerta, un monumento al arte de la conservación, que se abría inesperadamente por los niños que jugaban y se cruzaban cientos de veces, dejando entrar un aire helado de cerro que había que esquivar, o por el cachorro mezcla de dogo y de lebrel, que también jugaba, en la penumbra de unos antiguos arcos de adobe enjalbegados, y de rincones en que conversaban a media voz jóvenes madres teniendo a sus niños en brazos y hombres de campo, cubiertos con extraños gorros "otomanos" que se venden en las tiendas.
El postre fue la torta con merengue rosado y blanco de “Yamila” (no sé qué opina un amigo catamarqueño justamente preocupado por los nuevos nombres en boga), una preciosa niña de diez años, de piel lozana y pelo castaño, que cumplía años. Los niños la hicieron apagar las velas y cantar tres veces el “Cumpleaños feliz”, la tercera “a todo trapo”, un dulce final.
Un poco antes de la medianoche nos convocaron a prender el “San Juan”, pues la propia fogata ha tomado el nombre del Santo.
Nos dirigimos a la luz de la luna, que brillaba lejana, envuelta en misteriosos halos, en pequeños grupos que iban entre las jarillas, en la oscuridad de la quebrada, transformada por los matices de la noche, hacia donde estaban los “sanjuanes”, que eran varios. Con innato sentido monárquico, había uno de grandes proporciones, rodeado por dos ó tres más que le hacían guardia. Empezaron las vivas a San Juan, y al Juan dueño de casa, un robusto gaucho. Pronto el ambiente estaba cambiado. Del frío pasamos a un agradable calor, y de la oscuridad a una iluminación al estilo de los cuadros “tenebristas” de una escuela francesa del s. 17 (quizás algo jansenista), con mucha luz y mucha sombra.
Los chicos traviesos se perdieron en la quebrada y empezaron a prender improvisados sanjuanes por varias partes mientras gritaban y hacían explotar envases en el fuego. Las madres se asustaron y los hicieron sosegar, con bastante trabajo.
Entre tanto, comenzaron a servir el tradicional ponche, que habitualmente se prepara en pailas de cobre o en ollas, a las brasas o en el fuego de la llama, con leche, vino y huevos batidos.
Es notable el interés de esta gente modesta de pueblo por lo religioso y lo cultural. Cuánto se podría lograr si se les enseñaran las cosas de la civilización cristiana en lugar de las novelas de la tv o de los sermones sobre Bush, los ricos y los pobres.
Querían saber el por qué de la tradición del San Juan. La explicación está en las Sagradas Escrituras. San Juan Bautista era el hijo de Santa Isabel, el que quedó santificado en el seno de su madre al oir la voz virginal de María Santísima. Dice San Luis María que por Ella realizó Jesús su primer milagro de gracia –la santificación de San Juan- y su primer milagro de naturaleza –transformar el agua en vino superior al vino fino.
Fue, en cierto modo, el propio Nuestro Señor Jesucristo el fundador de esta tradición, cuando dijo de su precursor y primo: “Juan era una antorcha que ardía y brillaba”. Ardía de amor a Dios, y , como una antorcha, ese fuego interior irradiaba el brillo de la virtud de este santo, mártir de la indisolubilidad matrimonial y de la inconformidad ante la inmoralidad, luego de consagrar su vida a preparar las vías del Redentor predicando la “metanóia”, la conversión.
Las llamas de San Juan, filosas como espadas cortando las tinieblas de la noche, de una fuerza que tiene algo de sobrecogedor, como una amenaza a los Herodes y Pilatos de siempre, de un brillo lleno de fuerza y pureza, son un símbolo de la integridad de espíritu del verdadero católico.
Nuestro pueblo mantiene esta tradición y en él anida un deseo de grandes verdades y grandes ideales.
La Rioja - 25 de junio de 2005

N. R: agradecemos la foto a David Lladó, de imatges.net

Ideas religiosas de los tiempos prehistóricos


Ágapes, curacas, fábricas de amuletos y un retrato de Adán


Continuamos hoy dando algunas pinceladas acerca de este tema tan amplio y difuso. Hablaremos en particular de los pueblos prehistóricos, con algunas referencias a los pueblos primitivos contemporáneos.
Hay toda una escuela antropológica que niega ese primitivismo y se declara extasiada ante los altísimos grados de civilización y sabiduría que en él encuentra, los que niega a la cultura occidental (Levy Strauss et al.). Al escribir las presentes notas no desconocemos las objeciones que sus adeptos hacen a esta conceptualización. Adelantemos para mayor claridad que consideramos su “mirada” una profunda falsificación pseudo-científica en la que no faltan, obviamente, fragmentos de verdades, como tampoco faltan en el autor de un crimen que da su propia versión de los hechos. Razones de orden metodológico nos sugieren dejar este debate para después, siguiendo por ahora el desarrollo de los especialistas Cid y Riu en su “Historia de las Religiones” (las citas, salvo indicación expresa en contrario, pertenecen a esta obra, de Editorial Sopena, 1972).
Vimos en la nota anterior algunos puntos y necesarias generalizaciones –que aceptan numerosas precisiones y excepciones- como:
• La caracterización de:
• la Prehistoria como el período que se extiende desde el origen del hombre hasta la aparición de la escritura;
• de los primitivos pasados y contemporáneos (v.gr. algunas colectividades indígenas americanas) como pueblos ágrafos (sin escritura), “cuya evolución cultural no ha llegado al nivel alcanzado por los antiguos chinos y japoneses”;
• presentando similitudes con ciertos grupos prehistóricos, con la salvedad de que “una parte, por lo menos, de la humanidad prehistórica era de un carácter muy superior” (Cid y Riu, “Historia de las Religiones”).
• La creencia firme en “la vida después de la muerte” documentada por las sepulturas.
• La figuración de la vida en el más allá como análoga a la terrenal, aunque de carácter espectral (los fantasmas de las personas muertas, los objetos de su pertenencia, los animales, etc.).
• Las prácticas funerarias, no siempre derivadas de amor o respeto a los difuntos, sino también del miedo, incluyendo plegamientos violentos del moribundo o de su cadáver.
• La dulcificación de estas costumbres en nuestros aborígenes por la adopción gradual del Catolicismo.

Digamos algo del culto a los muertos y del culto a los antepasados. El primero se refiere a la persistencia espiritual de la persona que se ha conocido viva. El segundo a gentes que vivieron mucho antes, a quienes la tribu remonta su propio origen, envueltas en espesas capas de creencias mitológicas que van difuminando su personalidad natural convirtiéndolas en una especie de divinidades.
Hay que distinguir las honras funerarias, recuerdos y ofrendas de difuntos a quienes se evoca, de los ritos religiosos, que exigen la presencia de una divinidad y de un ritual de tipo litúrgico.
Han existido cuevas, como la de Chapelle-aux-Saints, no aptas para ser habitadas, en las que se practicaron presuntos “ágapes funerarios”. Al parecer tenían como objetivo intensificar la fuerza de los muertos en el otro mundo, renovando la alimentación dada en el momento de los funerales “ya que los muertos estaban invitados y tenían su participación en esta clase de banquetes”.
Sin duda el lector preferirá –y yo lo acompañaré con gusto- comer un asado con un buen vino, y dejar a los muertos tranquilos en el camposanto. Son las protecciones que nos prodiga nuestra cultura –tan vapuleada por ciertos “científicos”. Levy Strauss seguramente hubiera estado encantado de asistir a uno de esos “ágapes” en la caverna, con los muertos participando.
Para los autores, estas comidas fúnebres eran muy diferentes del sacrificio religioso. Obviamente, las diferentes comunidades no tenían por qué tener la misma religión. Mientras aquí se desarrollaban estas escenas podemos imaginar a un Abel, a un Set, adorando a Dios y ofreciéndole primicias de cervatillos o de los mejores frutos. La idea evolucionista de Morgan y Tylor de un pasaje necesario por las etapas de salvajismo, barbarie y civilización no está probada. En cambio sí está probada la existencia de almas y manos ejecutoras altamente refinadas, de delicado sentido artístico, en el Paleolítico.
Las cuevas en cuestión también parecen haber servido para elaborar objetos mágicos. Los australianos “descarnan y dispersan las osamentas para librarse de los espíritus, y conservan ciertos huesos, que pintan y decoran para convertirlos en amuletos”. Es posible que los auriñacienses de Grimaldi hicieran lo mismo y admitir “que la cueva fuera un lugar de fabricación de amuletos”.
Se hallaron sepulturas en Baviera que contenían hasta 27 cráneos. Análogas costumbres hallamos entre muchos primitivos, para quienes el cráneo es objeto de culto a los muertos. “Los fang africanos conservan las cabezas de sus antepasados en cajas que participan de ciertas ceremonias, y estas calaveras se consideran depositarias de la fuerza acumulada en la tribu durante generaciones”. Dada la admiración irrestricta y desafiante de ciertos etnólogos por este tipo de costumbres, no es aventurado sospechar que les gustaría imitarlas. Como lo hacen hoy en día sectas satanistas que profanan cementerios en Europa. A estas cosas no se llega de golpe. Hay una larga preparación, de décadas o aún siglos...
Comentan Cid y Riu que es constante la creencia, conservada por muchos primitivos y por las supersticiones populares, “de que la separación de la cabeza es uno de los medios más seguros de defenderse del poder de los muertos y de sus espectros”.
Nos acordamos de una anécdota que nos contara en la Hacienda de los Marqueses de Cayara, tomando singani junto al hogar encendido, en esa fría noche de febrero, su dueño, entonces Director de la Casa de la Moneda de Potosí. Bella hacienda, dicho sea de paso, con su colección de cuadros y muebles, la “cuja de la Marquesa” (cedida como gentileza especial a algunos amigos), la capilla simple con toques barrocos, el árbol de cedrón (tan difícil de crecer como tal), el parque, los cerros, las vacas Holando que producían leche en abundancia, ávidamente requerida por los mineros potosinos para lavarse del polvillo de los socavones. Era un remanso de civilización en un medio inhóspito, donde el hacendado mantenía entrañables relaciones con sus colonos, con quienes hablaba familiarmente en quechua, haciendo honor, para todos, a la divisa de la entrada:
“bajo este techo, la nobleza anida
y al reposo y al bien dulce convida”.
La anécdota la había protagonizado un curaca (cacique) cuya mujer había muerto por causas naturales. Siguiendo costumbres ancestrales, le había cortado la cabeza para llevarla a enterrar en algún lugar especial. Fue visto en esta acción, y se creyó que él la había matado. Se lo procesó y pasó por muchas vicisitudes hasta que los jueces, debidamente documentados de esta costumbre –para lo cual fue importante el testimonio del Señor de Cayara-, terminaron por absolverlo.
Volviendo a la prehistoria europea, en el período aziliense (de decadencia del paleolítico), no es segura la posibilidad de que hubiera culto a los antepasados míticos.
“La muerte plantea al hombre prehistórico y primitivo, abandonado a sí mismo en medio de una naturaleza misteriosa y con frecuencia sobrecogedora y hostil, una serie de preguntas angustiosas...”. Ya se las plantearan con mayor o menor claridad, por cierto eran motivo de honda preocupación.
En la medida en que esta haya sido la realidad, sin duda estaba necesitando la civilización (idea que deriva de “civis”, ciudad) e ideas religiosas claras y verdaderas que, de acuerdo a la tradición bíblica, nunca faltaron.
El medio de expresión por excelencia para volcar en las paredes rocosas las imágenes que atesoraban en sus mentes fueron las pinturas. “Sin el Arte, las ideas religiosas habrían carecido de una apariencia brillante, grandiosa, conmovedora a veces, y de un medio imprescindible de acoger, enseñar y dirigir a los fieles”.
Así, las cavernas no fueron sólo testigos de oscuras ceremonias sino, “salvando todas las distancias, son las precursoras de los templos históricos ricamente decorados”.
Sería errado imaginar la humanidad paleolítica como la presentan los dibujos animados, peor aún como los “homínidos” que afean los manuales de Historia. Pues tales seres de existencia nunca demostrada jamás habrían podido pintar las “capillas sixtinas” de Altamira o de Lascaux, ni tallar el hueso de Lorthet, ni hacerle dar a esas renas un paso de señora de alta sociedad.
Siempre el historiador debe procurar reconstruir la dimensión histórica recurriendo a su capacidad de imaginarla (Collingwood). A falta de documentos, es legítimo alimentar la imaginación con descripciones que no desentonen de aquellos artísticos testimonios. Una versión verosímil, aunque no propiamente científica, son las ricas visiones de Anna Katharina Emmerich. En una de ellas pinta a Adán y su familia, que en ese momento eran doce, con sus hijos, vestidos con pieles blancas finamente trabajadas: “en esta vestimenta, se los veía muy bellos y nobles (*)” (“Die Geheimnisse des Alten Bundes”, ed. Paul Pattloch, Viena, 3ª ed., 1978).

* * *
¿Vamos a recorrer una de estas cavernas? Habrá que herrar las mulas, buscar los ensillados, cargar buenas linternas y llenar las alforjas de bastimentos. Hagamos arqueología, pero que sea “a la criolla”. Los que quieran comer escarabajos u otros menus ecológicos, allá ellos, son dueños. Yo le propongo, amigo, que sigamos las sanas costumbres argentinas, y aprovechemos –como esos felices gauchos que describe, un tanto amargo, Concolorcorvo- lo que Tata Dios nos prodigó cuando vinieron las primeras tropillas, traídas por los pioneros españoles que fundaron la Argentina, ayudados por los naturales -a veces por grado y otras por fuerza. Pero sin duda aprovechando muy bien aquellos caballos y vacunos que se multiplicaron como por milagro.
Hasta la próxima!
Luis María Mesquita Errea
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(*) “Sie sahen in der Kleidung sehr schön und edel aus”.